Por: Tammy Gilles
Cinco años y medio después, mi marido y yo decidimos tener otro bebé. Ya teníamos dos hijos maravillosos que nos proporcionaban muchísima alegría y risas. Tras un año intentando quedarme embarazada y dos abortos espontáneos, por fin teníamos un bebé en camino. No podía estar más emocionada y aterrada al mismo tiempo.
A las 19 semanas, durante una ecografía de rutina, el médico nos dijo que el bebé presentaba algunos condiciones que indicaban síndrome de Down. Nos ofrecieron llevar a cabo una amniocentesis para confirmar o descartar estos resultados, pero no tardé en rechazar la oferta. Tras hablar con el obstetra que lleva los casos «de alto riesgo», nos informó que ahora era posible extraerme sangre para determinar, con una precisión del 99.9 %, si nuestro bebé tenía síndrome de Down o no. Acepté hacerme la prueba.
La espera
Fueron dos largas y estresantes semanas a la espera de los resultados. Teníamos que ir a la consulta para recogerlos. Al llegar a la habitación, mi marido echó un vistazo a mi historial médico a través de la ventanilla de la puerta porque no podía esperar ni un minuto más. La expresión de su rostro es algo que no olvidaré jamás, una expresión de miedo y desgarro. Lo único que leyó fue: «El paciente no ha sido informado». Comenzó a dar vueltas por la habitación como si estuviera al borde de un ataque de pánico. Intenté mantenerme positiva, pero por dentro estaba empezando a ponerme algo nerviosa. El médico «de alto riesgo» entró y nos llevó a su consulta y mi corazón se encogió. Empezó a hablar. Escuché síndrome de Down, trisomía 21 y más o menos eso fue todo.
Caminamos en silencio hasta el coche, salimos del estacionamiento y llegaron las lágrimas. No era capaz de contenerlas. Estaba pensando en el futuro del bebé, en cómo lo iban a afrontar mis dos hijos y en cómo podría encargarme de un bebé con necesidades especiales. Me preocupaba no ser lo bastante fuerte como para educar a un niño con síndrome de Down. Todos los sueños que había tenido durante los últimos cuatro meses parecían desvanecerse.
Los niños estuvieron con nosotros durante la visita, pero parecían ajenos a lo que estaba pasando. Sabía que cuando llegáramos a casa tendríamos que hablarlo con ellos. Yo no era capaz de encontrar las palabras, pero mi marido sí. Se tomaron la noticia con naturalidad, probablemente no comprendían del todo lo que aquello significaba. ¡Ni siquiera nosotros lo sabíamos!
Tuve muchos altibajos durante las semanas posteriores. Pero cuando me recuperé, fui capaz de ver con ideas renovadas cuál sería el futuro de mi hija y estaba entusiasmada al respecto. Tuve que investigar y rezar mucho para llegar a ese punto, pero fui capaz de comprender todo lo que mi hija sería capaz de hacer. Me di cuenta de lo agradecida que estaba de poder albergar este bebé y de ser lo suficientemente afortunada para ser la madre de un bebé tan preciado y especial. Eso no quiere decir que no tuviese ansiedad o nervios por ello, por supuesto que los tenía. Pero era mi bebé y tenía tanto amor que darle… La alegría era mayor que la preocupación.
Los siguientes meses del embarazo parecían pasar volando. A las 33 semanas, el bebé era demasiado pequeño, por lo que tomamos la decisión de inducir el parto con el fin de no someter al bebé a estrés. ¡Era el momento de prepararme tanto mental como físicamente! Tras tres semanas visitando al médico dos días por semana por fin llegó el momento.
Mi marido y yo dejamos a los niños en buenas manos y nos dirigimos al hospital a las 7 de la mañana del 1 de noviembre, listos para conocer a nuestro bebé. No hay nada parecido a la emoción y a la sorpresa de esperar a que ese cuerpecito aparezca. Rebosábamos de entusiasmo, alegría y ansiedad. Tenía a todo un equipo a mi alrededor (médicos, enfermeras, neonatólogos, mi marido, mi tía y mi cuñada) que me hacían sentir mucho mejor en esa situación. Recuerdo ver salir su cabecita en uno de mis últimos empujones. Unos segundos después también salió su cuerpo. No existen palabras para describir lo que se siente al ser madre de una hija. Lágrimas de pura alegría y felicidad brotaron de mis ojos. No me había dado cuenta de cuánto deseaba tener una niña hasta que la vi acurrucadita en los brazos del doctor, un manojo de sangre, vérnix y perfección. ¡Una sanísima niña de 2 kilos, 800 gramos y 45 centímetros de altura! Este fue solo el principio de la historia de Stella.
La historia de Stella continúa
Aquí estamos casi cuatro años después, justo a mitad del mes de concientización sobre el síndrome de Down. ¡Ay, cómo vuela el tiempo! Stella es una bendición en nuestras vidas.
A veces, criar a un niño con necesidades especiales tiene sus desafíos: terapias, visitas al médico, intentar descifrar sus necesidades y deseos (Stella no habla), frustración, opiniones, miradas extrañas, lo desconocido. Pero nada de eso supera la alegría que aporta a nuestras vidas cada día. Además, educar a cualquier niño tiene sus desafíos (¡Créeme, estoy intentando educar a un adolescente decente!). Habrá altibajos, pero siempre habrá amor y agradecimiento.
Si te gustaría seguir la trayectoria de Stella, puedes hacerlo haciendo clic aquí y dándole Me gusta en su página Sweet Stella.
¡El conocimiento es poder! La concientización ayuda a la aceptación. Aceptar es amar.
La versión original de esta publicación aparece en el blog de Tammy con el título This is the story of my Sweet Stella… y la versión que se utilizó en este blog se encuentra como The Pure Joy of Meeting My Baby With Down Syndrome en The Mighty.