Como la educación inclusiva para nuestro hijo con síndrome de Down nos está sanando

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Por:  Maxine Sinda Napal

De la misma forma en que el hielo se pega al parabrisas de tu coche en invierno, la negatividad puede tener la facilidad de adherirse a ti, tanto lo quieras como si no, si pasas una excesiva cantidad de tiempo rodeado de ella. Durante los tres primeros años de vida de nuestro hijo Rukai (y, precediendo esos tres primeros, el tiempo en el útero) y con todas las conjeturas médicas y los encasillamientos a los que nos estábamos enfrentando, había poca cosa que no llenara mi corazón de tristeza y que no revolviera mis pensamientos con preocupación. Ese miedo, esa negatividad, era como hiedra descuidada, y como tal nos llevó a descuidarnos como padres. Un estado mental precario, incluso una peor visión y, demasiado a menudo, una falta de perspectiva.

Es muy difícil usar la visión periférica desde dentro de un abismo.

Mientras que algunas partes de la sociedad te habrían hecho creer que es nuestro hijo, nacido con síndrome de Down, el que estuvo sufriendo todos estos años, en realidad éramos nosotros, sus padres, angustiados, no por Rukai, él era una alegría, sino por tener que esquivar a la sociedad y a la mala medicina, que marginaba continuamente a nuestro querido hijo. En todas las conversaciones que se centraban en el «qué no puede hacer», nosotros siempre contestábamos «pues claro que puede, cállate y míralo».

Es agotador tener que luchar todo el tiempo. Y terrible que en algún momento acabas por caer de verdad y acostumbrarte al desafío. Como un disco rayado, encuentras una especie de mantra que explica por qué las estadísticas no definen una vida. Llegamos a algo como:

Una historia que aún no se ha escrito no se puede contar, sobre todo una que no te pertenece.

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